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San Gregorio Magno, papa y doctor de la Iglesia
Cada 3 de septiembre, la Iglesia Católica celebra a San Gregorio Magno (Papa Gregorio I), monje, místico y reformador, quien redefinió la figura del papado en el siglo VI al proclamarse “siervo de los siervos de Dios”.
La nota distintiva de San Gregorio, a quien llamaron “magno” (del latín magnus, grande), fue su sencillez. Siendo cabeza de la Iglesia y, por lo tanto, detentando un gran poder, Se entendió a sí mismo como el humilde servidor de todos. Precisamente, en eso radica su grandeza, quiso ser grande a la manera de Cristo.
San Gregorio fue el sexagésimo cuarto Papa de la Iglesia católica; forma parte del grupo de los cuatro Padres de la Iglesia latina y se le cuenta entre los Doctores de la Iglesia. Así mismo, cabe mencionar que Gregorio Magno fue el primer monje que llegó a ocupar la sede de Pedro.
El santo dijo alguna vez: “Donde el amor existe se obran grandes cosas”; y de muchas maneras su ejemplar vida es testimonio de ello.
“Hombre de consenso”
San Gregorio Magno nació en Roma en el año 540, en el seno de una antigua familia romana de la que ya habían salido dos papas: Félix III (483-492), quien se cree fue su bisabuelo; y Agapito I (535-536), un pariente lejano.
Siendo joven, ingresó a la carrera administrativa para la que había sido destinado, llegando a ocupar el cargo de prefecto (573); no obstante, la abandonó para hacerse monje. Tras este giro, a la muerte de su padre (575), convirtió la casa familiar en un monasterio, el monasterio de San Andrés. De manera semejante, dispuso del resto de sus propiedades personales para beneficio de la Iglesia.
Más adelante, el Papa Pelagio II lo nombró diácono y lo envió a Constantinopla como “apocrisiario” (lo que hoy equivale a un nuncio apostólico). Allí permaneció unos años hasta que fue llamado de regreso a Roma para ocupar el puesto de secretario pontificio. Años duros le tocó vivir allí, pues la Ciudad Eterna sufriría de desastres naturales, carestías a causa del asedio bárbaro y la peste. Esta última fue la que acabó con la vida del Papa Pelagio.
En tales circunstancias, Gregorio sería elegido “Obispo de Roma y Sumo Pontífice”, gracias a la sintonía existente, en ese momento, entre el clero, el pueblo romano y el senado en torno a sus cualidades personales.
San Gregorio se abocó a la tarea de entablar relaciones de fraternidad con todos los reinos y gobiernos posibles, con el deseo de que la Iglesia continuase con el anuncio del Evangelio en el mundo entero.
“Magnus”: un siervo en la Sede de Pedro (590-604)
Una vez a cargo de la Sede de Pedro (3 de septiembre de 590), se preocupó por la conversión de los pueblos considerados alejados en aquella época, y de la nueva organización civil y política de la Europa posterior a la caída del imperio romano de Occidente.
Al acceder al pontificado, San Gregorio Magno, desde Roma, tuvo que velar por su ciudad y por la Europa en proceso de reorganización social y política. La fragmentación del Viejo Continente había dejado sola a la Iglesia en cuanto al sostenimiento de la “unidad”, o en todo caso, de cierta “estructura administrativa”. Roma miraba a Bizancio y Bizancio no respondía.
En ese contexto, el Papa Gregorio negoció con reyes, nobles, casas ancestrales, autoridades venidas a menos y las cabezas de los pueblos bárbaros. El santo fue figura crucial para conseguir cierta armonía cuando los pueblos de la Europa continental ya no esperaban más la reestructuración del “orden perdido”.
Los lazos que estableció San Gregorio favorecieron el encuentro entre distintos mundos, al calor de la evangelización. En especial cabe mencionar su preocupación por el mundo anglosajón (Inglaterra). El Papa envió misioneros a las islas británicas y puso al San Agustín de Canterbury a liderar aquella empresa.
Por otro lado, se alió con las órdenes monásticas, pues veía en ellas la garantía de que la Iglesia habría de mantenerse sólida -allí hay oración-, mientras que, en lo político, frenaba las ambiciones expansionistas de francos y lombardos.
Renovarse siempre en el Amor
El Papa “grande” de la Alta Edad Media puso sus ojos en el centro de la vida cristiana: el encuentro con Dios en la liturgia. Uno de los aspectos más importantes de la celebración es el canto, que, como se sabe, es una forma privilegiada de oración.
Gregorio ordenó recopilar la música y las antiguas antífonas que se entonaban en la Iglesia e impulsó un estilo y una estructura musical propicias para la liturgia -cuyo núcleo es la Eucaristía-, herencia de lo que se conocía como Schola Cantorum. Así contribuyó a la evolución de lo que hoy llamamos, precisamente, “canto gregoriano” en su honor.
En esta tarea, San Gregorio fue muy prolijo: logró recoger la larga tradición del canto cristiano -nacido en las catacumbas- y que ahora podía vibrar en los templos para beneplácito del espíritu humano. Lamentablemente buena parte de ese “antifonario” (registro musical) se fue perdiendo, hasta que a inicios del siglo XX fue recuperado por el Papa San Pío X, para convertirse en el “canto oficial de la Iglesia Católica”.
Ecos en el siglo XXI
Muchas otras cosas pueden escribirse sobre San Gregorio Magno, como por ejemplo su intervención en torno a la doctrina del “purgatorio”, tema comprometido con la idea de la salvación de manera directa.
Baste por ahora recurrir a lo dicho por el Papa Benedicto XVI, quien en audiencia general del 28 de mayo del 2008, se refirió a San Gregorio Magno con estas palabras: “En un tiempo desastroso, más aún, desesperado, [San Gregorio] supo crear paz y dar esperanza. Este hombre de Dios nos muestra dónde están las verdaderas fuentes de la paz y de dónde viene la verdadera esperanza; así se convierte en guía también para nosotros hoy”.
Fuente: aciprensa.com